El zurriagazo de la rama de un olivo contra su mejilla lo interceptó como un látigo. El hombre resintió la punzante herida de la que brotaba una línea de sangre en dirección a su mentón. Precipitadamente la limpió con la manga de su saco. Acto seguido, con cuidado pasó por debajo de la rama y continuó su camino por el sendero.
El monte se mostraba tan traicionero como de costumbre. A pesar de que la subida estaba considerablemente empinada y que a lo lejos se escuchaban los llamados de la fauna local y sus depredadores, lo que al hombre le preocupaba eran los peligros que crujían bajo sus pies, como camas de hojas que ocultaban madrigueras recién cavadas; piedras sueltas y raíces que sobresalían de la tierra. No llegaba a explicarse cómo su amada podía realizar el recorrido desde la finca de su marido hasta ahí, menos aún en tacones.
A sus espaldas el cielo adquiría un tono carmesí indicando la llegada del atardecer. A escasos metros frente a él encontró la puerta de la cabaña abierta de par en par.
Ella ya lo esperaba. Tan pronto se cruzaron sus miradas se abalanzó sobre él, quién la recibió en sus brazos y la cargó hasta el recibidor cerrando la puerta con el pie. Lo besó repetidamente y en cualquier espacio de piel al alcance de sus labios.
Entre besos le declaró cuánto le habían hecho falta sus caricias, sus palabras, su presencia en general. Le narró que su esposo habitaba un mundo distinto. Se encerraba en su estudio por horas y horas en su silla de terciopelo, su rostro sumergido tan profundo en sus novelas que era asombroso cómo no se asentaba permanentemente una mancha de tinta en la punta de su nariz.
Pasada su usual bienvenida la mujer repentinamente detuvo sus avances. El hombre supuso que ella debió percatarse de la frialdad que él resguardaba en su corazón. Debió arribar a esa verdad que ambos tanto habían estado evitando.
Era cierto, el hombre reflexionó, que al principio la clandestinidad del asunto aderezaba su relación. Su corazón latía con la intensidad de tambores de guerra cada vez que emprendía camino hacia su nido de amor oculto en lo profundo del monte. El deseo de encontrarse con su amada lo envolvía. Ese anhelo tomaba control de cada fibra de su ser. El compartir su cama se había vuelto su todo. Por eso mismo, la idea de que ella no se podía entregar completamente a él era una agonía que quemaba. Ardía más intensa que una hoguera. Ella sentía lo mismo; de eso estaba seguro. Sabía lo que tenían que hacer.
El hombre siguió el sendero y mientras caminaba comenzó a sentirse inusualmente corpóreo, como si todo ese tiempo él no hubiera sido más que una imagen, una idea, palabras que se perdían en el viento. Un títere controlado por hilos invisibles; despojado de autonomía, pero con la capacidad de resentir su ausencia.
Ahora, con las hojas secas tronando bajos sus pies y el frío metal de la daga contra su pecho, percibió a su alrededor el mundo real en el que existía.
Su amada le había dado claras instrucciones de cómo entrar a la finca sin ser avistado. No tomar el camino de grava que llevaba a la entrada, manteniéndose cerca de los árboles en caso de que el mayordomo hubiera decidido quedarse más tiempo de lo usual, y permanecer estrictamente sobre el lado derecho para que sus pasos no alertaran a los perros.
Las siguió al pie de la letra. Al llegar al corazón de la casa encontró a ese tercero indeseado, tal y como se lo habían descrito. Su cuerpo inerte en la silla de terciopelo; su mente perdida en el regodeo literario.
El hombre se percató de sus propios pasos. El cuchillo había adquirido un peso inaudito. Pensó en su amada esperándolo, en sus caricias, en el sabor de sus labios y la sed agonizante que lo torturaba en su ausencia. Encontró así el valor para levantar el cuchillo y dejarlo caer sobre aquella cabeza, con la fuerza de una rama de olivo.