Desde que era una niña las cuevas me han aterrado. Miro hacia sus túneles oscuros y todo lo que veo es un abismo interminable. En mi mente sus paredes son una trampa de la que no se puede escapar. Son humedad, amargura y desconsuelo.
Están vivas; son una bestia hambrienta que te asimila con lentitud torturante. Te abre paso a lo profundo de sus entrañas hasta que el frío y la oscuridad te engullen. Luego imploras por socorro al mundo exterior y la piedra se traga tus plegarias hasta el momento que el eco de tu último sollozo se disipa como el humo.
Cuando la noche cae en nuestro hogar, mi gente corre despavorida al abismo de ese monstruo despiadado. Mientras tanto yo añoro la compañía de un cielo despejado, la luna y las estrellas con su deslumbre acogedor.
No puedes pasar la noche en la intemperie, me reclaman antes de arrastrarme entre súplicas y lamentos a esa lóbrega cueva, donde aguardo con ansias el amanecer.
Cuando el sol nos brinda su gracia, salgo a recibir su calor y miro con descaro a ese túnel oscuro que osó con consumirme. Entonces tomo mi canasta de mimbre y una soga de lianas, las cargo bajo mi brazo y me aventuro al bosque por comida.
Aquí ya no existe la abundancia de hace tantas lunas. Los árboles frutales no producen con suficiente velocidad para saciar nuestros apetitos; las cepas ya escasean; sacamos tubérculos de la tierra en ocasiones esporádicas y los animales han aprendido a no frecuentar los alrededores de nuestro hogar.
Camino a una amplia planicie donde, si la fortuna me sonríe, podré encontrar espigas de trigo. De pronto escucho sobre mi cabeza un zumbido aturdidor. A unos metros de altura, cientos de insectos vuelan con frenesí alrededor de una rama de la cual cuelga una extraña protuberancia.
Veo algo caer. Una gota de líquido dorado aterriza en mi mejilla. Paso un dedo sobre esta y la admiro. Su forma redonda y su color me recuerdan al sol. Cuando unto el néctar en mi boca, su dulzura me abraza, ilumina mis entrañas y me llena de calor.
Con la soga subo por el tronco, pues estos insectos voladores han traído el sol a mi alcance. Pronto descubro que lo protegen recelosamente, mas esto no me desanima. Con el enjambre sobre mí, logro tomar un pedazo. El líquido escurre entre mis dedos mientras yo velozmente hago mi camino hasta el suelo y corro despavorida.
Sostengo mi trozo de sol contra mi pecho, corriendo a toda velocidad a pesar del dolor de los aguijones incrustados en todo mi cuerpo. Sólo me detengo una vez que estoy segura que ya no soy perseguida y tomo un momento para admirar mi tesoro. Mi corazón da un giro cuando descubro que está construido por múltiples cuevas, sin embargo estas no son esos horripilantes túneles de piedra cóncavos y fríos. Los túneles del trozo de sol están llenos de vida. Algunos acunan diminutas larvas blancas. Todos y cada uno están formados de seis perfectas paredes decoradas con ese reluciente líquido. Esa noche duermo con ese ámbar pegajoso a mi lado. Su luz es escasa, pero me da seguridad.
Al pasar de los días admiro como el trozo de sol crece, se expande y produce esos insectos recolectores. Lo acomodo en mi cesto y lo llevo hasta una amplia pradera. Luego tejo más canastos y cuando uno está lleno, cubro mi cuerpo con pieles de animal y tomo un pedazo de sol para alojarlo en alguno vacío.
El néctar me nutre como ninguna fruta o vegetal ha hecho antes y en las noches me acuesto en medio de la pradera donde descanso bajo el cielo nocturno, lejos de las cuevas, siempre resguardada por esos trozos del sol que han caído a la tierra.