Cuando mi hija bajó corriendo las escaleras para ver todo lo que recibió de Santa Claus esa navidad, encontró abajo del árbol una muñeca, un par de rojizas zapatillas de ballet y un hermoso cachorro de sabueso. Toda la mañana jugó con sus regalos, jovial y agradecida con el gordito bonachón.
No fue hasta pocos días después que empecé a notar extrañas ocurrencias a nuestro alrededor. Su muñeca, una figura de plástico con facciones delicadas y largo pelo sintético, comenzó a aparecer inexplicablemente en diferentes cuartos alrededor de la casa, seguido en lugares que de ninguna manera mi hija alcanzaría. Por otro lado, el pelaje de su adorado cachorro comenzó a caerse a manojos y su piel se tornó oscura como carbón. El animal pronto se volvió feroz, gruñéndole a quien osare acercársele.
De las zapatillas, ni hablar. Tan pronto mi hija se las puso por primera vez, comenzó a zapatear incontrolablemente, con mucha más intensidad de lo que sus piernas le permitirían.
Consternado por los sucesos y sumamente confundido sobre por qué el alegre barbudo le daría tan espeluznantes regalos a una dulce pequeña, tomé de entre las ramas de nuestro árbol navideño la carta que ella le escribió. Con la esperanza de que entre sus palabras pudiera encontrar una pista de la razón para tal crueldad, comencé a leer:
“Querido Satán…”