Una noche nublada, La Carretilla zarpó del puerto de Valencia, tras llenar de mercancías sus torres de contenedores. El titan metálico navegaría el Pacífico como las carabelas de Colón, y llegaría a su destino final en el continente americano.
En cubierta, un marinero caminaba por babor cuando un tenue tintineo, casi ahogado por el llanto del océano al ser rebanado por el casco, llamó su atención. A pesar de los silbidos, crujidos y chirridos del carguero, el peculiar tintineo, demasiado metódico para ser producido por el viento o tenue para provenir del motor, abrumó sus oídos.
El marinero dio con su ubicación en uno de los contenedores. Sus compañeros, curiosos sobre el origen de ese sonido, se juntaron para abrir el contenedor, pero al hacerlo, el sonido cesó de inmediato.
Tan pronto pusieron el candado, otro marino llamó. El tintineo persistía en estribor. Por segunda vez, ubicaron el contenedor donde aparentemente el sonido se originaba, pero el tintineo desapareció tan pronto como abrieron la puerta.
Prosiguieron así toda la noche. Lo mismo sucedió la noche siguiente y la noche tras esa. Continuó por días, luego semanas, el sonido taladrando un agujero en sus cabezas, el insomnio arrastrándolos a la demencia.
Abrieron los contenedores y buscaron entre las mercancías; abrieron las latas de atún y conservas; las cajas de electrodomésticos y televisores; las bolsas selladas de soya, arroz y tamarindo. El tintineo persistía.
Fue un buque pesquero el que los encontró. Su tripulación observó el casco inferior y el timón torcido por encima del agua, la hélice rechinando mientras giraba suavemente. Bajo la superficie, las torres de contenedores, sostenidas por gruesas cadenas, se mantenían en su lugar como estalactitas, mientras la vida marina se deleitaba con el manjar provisto de productos esparcidos y marineros ahogados. Y mientras el buque pasaba por un costado, algunos marineros, plagados de tantas preguntas como asombro, podían escuchar el sonar de un tenue tintineo.